No soy especialmente aficionado al fútbol. Mis deportes favoritos se limitan al baloncesto y el tenis. Tampoco soy un forofo de Cristiano Ronaldo. Si tuviera en mi mano cambiar algo en él, eliminaría la vanidad, ese ego que, de cuando en cuando, lo empuja a soltar perlas que se vuelven en su contra. Pero eso no me impide reconocer que es un verdadero profesional, abnegado en el trabajo y con un afán de victoria que solemos llamar «hambre».
Por supuesto, ningún futbolista vale lo que cuesta, aunque hemos de admitir que este gran mercado genera ilusiones superlativas y decepciones mayúsculas en muchos ciudadanos. No pretendo, en consecuencia, ensalzar o criticar realidades que están al alcance de cualquiera. Hoy sólo quiero hablar de estética, dejando la ética para mejor momento. De estética y de física.
Empezaré por la física. Da igual lo que la medición de la distancia de la espalda y la bota al suelo diga. El ejercicio de coordinación que es necesario efectuar para golpear la pelota y dirigirla hacia la portería es calificable, sin temor a la exageración, de extraordinario. Cualquiera que haya estudiado algo de dinámica sabe lo que sugiero. Si a ello unimos la posición que ha de adoptar el cuerpo para que el resultado sea exitoso, hemos de concluir que el movimiento del jugador número 7 del Real Madrid aúna la musculatura de un atleta, el pulso de un tirador y la precisión para el cálculo de trayectorias en el espacio y el tiempo de un jugador de billar. En suma, un conjunto digno de un problema de examen en la ETS de Ingenieros de Caminos, Canales y Puertos.
A todo lo anterior, hay que añadir la plasticidad de todas esas fuerzas en acción y el movimiento que deriva de ellas. Todo un logro estético que nadie en su sano juicio se atrevería a minusvalorar.
El aplauso de los presentes en el estadio de la Juventus demuestra que lo que se pudo presenciar no fue un gol más, un gol vistoso, bien ejecutado. Estuvieron a la altura de las circunstancias, asumiendo la gesta de un rival. La reacción de Cristiano Ronaldo tampoco fue convencional. Se percató de que lo que acababa de realizar tenía un significado específico, único, y supo estar a la altura de lo que la situación demandaba. Se llevó la mano al pecho y compuso un gesto de sincera gratitud. Sin soberbia, sin vanidad.
Cuando los hechos rebasan el dintel de la puerta de la gloria, sólo resta atravesarla y mostrarse agradecido. Pocas ocasiones comparables se nos ofrecen en la vida, pero hay que estar siempre atentos para, si ocurre, saber cumplir. Sea aplaudiendo, sea llevándonos la mano al corazón. Lo dicho, un gol de altura.
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