Suelo leer el periódico con retraso. A veces con un retraso de días y semanas, por lo que he aprendido a relativizar la trascendencia de una noticia. Con los suplementos culturales, el retraso se multiplica. Atareado en la última novela, amontoné sucesos y críticas literarias durante la mayor parte del verano. Tenía una buena excusa: mi proyectado viaje a Zanzíbar, paradigma de la tranquilidad, las ideas felices y las lecturas rescatadas.
Cargué la maleta hasta el límite de los veinte kilos no penalizados con camisetas, bañadores, libros y culturales. Las primeras jornadas pasaron volando. Allí el sol se desploma a eso de las seis de la tarde y no tuve la alevosía de leer con nocturnidad cómo ponen a bajar de un burro —critican, he querido decir— a los esforzados protagonistas de esta sopa de letras que es el mundillo de la literatura. Frisando el ecuador de una estancia esperada durante un año entero, con sus días y sus medias noches, me topé con un Blanco y Negro Cultural del 19 de julio. Página trece: Una novela de Turgueniev, por Roberto Bolaño. El encabezamiento reseñaba que el escritor chileno había muerto en Barcelona esa misma semana.
Yo no tuve la fortuna ni la desgracia de conocer a Roberto Bolaño. Apurando mucho, mi acercamiento máximo sería haberme visto en la misma lista de ganadores de un premio de novela modesto que se falla en Toledo —suponiendo que el Roberto Bolaño que allí aparecía fuera él—. Apenas he leído una novela suya, que me dejó más poso en páginas concretas que en su conjunto. Sin embargo, la noticia de su muerte me llenó de estupor y de tristeza. Nadie que sirva a la humanidad debería morir tan joven. Mis pensamientos se plagaron de frases tópicas, saltando de una idea a otra, sin que ninguna destacase por su brillantez. Sin venir a cuento, recordé haber echado un vistazo a una crítica negativa a una obra suya, quizá la última publicada. Desemboqué, irremisiblemente, en ese yo mío que escondo detrás del superyó freudiano que pretendo ser.
En este momento espero la edición de una novela —Lo que sé de ti— ya contratada y mi voluntariosa agente —algo de romántica defensa del escritor hay en ella— se afana en conseguir el mejor de los acuerdos para otra más. En los últimos días de agosto di por concluida la obra que refiero al inicio de esta reflexión. Si muero hoy, en esta madrugada plácida, jamás tendré en mi mano esos libros. Jamás sentiré lo que siento cada vez que abro la caja destartalada de una editorial y rozo con las yemas de los dedos la superficie de ese manojo encuadernado de hojas. Puede que a Bolaño, escritor que considero también prolífico, le ocurriese lo mismo. La pena fue una ola de ese océano luminoso que tenía enfrente, a unos pasos sobre la blanca arena, una cualquiera de las que se achican hasta rebasar la barrera coralina para luego crecer y devorar la playa.
Ese pensamiento me amargó la vacación y el retorno. Prometo, me dije para aliviar mi angustia, comprar cuantas obras de Roberto encuentre. Prometo aplicar mis dedos a la tapa de esos libros con idéntica emoción.
Corolario redactado esa misma tarde: “A los escritores que no han visto, aún, sus textos publicados”.
Hubo un tiempo nada despreciable en que la principal causa de mis esporádicas depresiones era el deseo insatisfecho de tocar —despierto— un volumen que llevase mi firma. Con uno me conformaba. Sé lo que se siente mientras se aguarda la oportunidad. Quiero pensar, para mi propio sosiego, que ninguno de vosotros, los que lo ansiáis realmente, se quedará con la gana.
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