En mis ya lejanísimas vacaciones de septiembre, volví a leer a Raymond Carver. De qué hablamos cuando hablamos de amor fue el título elegido. Un libro de relatos, de no demasiada extensión, en edición de bolsillo; el libro perfecto para la espera en un aeropuerto o un viaje de avión de un par de horas.
Completados los tres primeros cuentos, me detuve a reflexionar. No era un propósito muy elevado. Nada de sesudas elucubraciones con soniquete de altavoces al fondo, que luego no hay aspirina que resuelva la jaqueca. Algo ligero, del estilo de lo siguiente: “Pero ¿qué le habrán visto a este hombre? Si leerlo es como beber agua. Es tan… incoloro, inodoro e insípido”.
Seguí en mi empeño y me cepillé la obra antes de aterrizar en Túnez. Lo de Túnez mejor lo cuento otro día. Mientras desembarcaba, ya sin miedo a la jaqueca porque el ruido de los motores se había encargado de coronarme con la mejor de ellas, volví a la reflexión. Me reafirmé: como el agua. Claro que… ¿se puede vivir sin agua? El desierto, tan próximo, ofrecía la respuesta apropiada a los más reticentes.
Nota. En Suicidio y Lo que sé de ti dejo constancia de mi admiración y respeto por el oficio de traductor. Además, no soy aficionado a criticar el trabajo de nadie. Dicho eso, añado: una editorial del prestigio de Anagrama no debe permitirse semejante traducción.
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