[Diario de ausencias y acomodos]
Once de agosto es un cuento corto, el más corto del libro, que nace de un día de lluvia y de una falsa imagen grabada en mi memoria. Nunca la vieron mis ojos, pero es una constante en mis pesadillas.
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Once de agosto parte de una idea recurrente, cargada de dramatismo, que ilumina la esperanza y que, llevada al papel, evolucionó con la ayuda de Tibor Nagy. Una parada de autobús y una ventana son los focos de un relato de amor sin paliativos. La clásica tormenta de verano, esa que dispersa a los transeúntes y provoca el caos en la calzada, acaba convertida en eterna protagonista. Algo que, desde luego, no anuncia su comienzo.
Sucede un once de agosto. Me acodo en el alféizar de la ventana con un cigarrillo entre los dedos, construyendo su perfil en una voluta de humo. La noche es un pantano de aguas aparentemente estancadas, cubiertas de mosquitos y libélulas, bajo cuya superficie se agitan las corrientes y remolinos de una pasión. Observo la avenida. El opositor de enfrente ha apagado el flexo, los camareros del bar próximo hace rato que recogieron las mesas y las sombrillas que plantan en el suelo a diario. A estas horas sólo se oye el eco distante de un tren expreso o de un automóvil que araña el asfalto de las rondas.
La parada de autobús, de Nagy, os ofrece la mejor asociación entre imagen y letra impresa.
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