Hace unos días, el 30 de noviembre, Eduardo Mendoza fue galardonado con el premio Cervantes por poseer, entre otras virtudes, «una lengua literaria llena de sutilezas e ironía». El jurado aquí enmascara simple y llanamente el dominio que atesora Mendoza cuando de crear tragicomedia se trata.

Fue en 1978 cuando ideó un personaje único, anónimo, con un trastorno mental y una fina inteligencia que le permiten valorar las desventajas de no ser un paria y las ventajas de parecerlo. Su agudeza y sus ansias de libertad son apreciadas por la policía, que lo usa para resolver crímenes a cambio de unos días de desencierro, lejos del manicomio, y unas Pepsis. Así fue y así es. A pesar de su fealdad y su complexión nada agraciada, puede pasar por muchos sin más disfraz que su tono de voz y unas habilidades innatas. Recurrirá una y otra vez al nombre de Sugrañes, su médico.

Conocí a Mendoza gracias a una película que rescuperé anoche mismo: La cripta. Dirigida por Antonio del Real, contó con el laureado Mendoza a la hora de escribir el guión. No juraré que resultó un buen largometraje, pero en aquellos 110 minutos del año 1981 se repartían, como las pepitas de almendra en el helado de turrón, indudables alicientes. El mayor, que José Sacristán componía con la eficacia del actor experto el hermoso personaje del detective, tonto y lince. Su pronunciación cuando escapa de su boca, como un exabrupto, el socorrido Sugrañes es un tratado de esa sutileza e ironía que le atribuyen, con razón, a Mendoza.

Después llegarían, para mí, las novelas de don Eduardo, creciendo éste en mi valoración a medida que fui descubriendo que su obra constituía una rara avis en el panorama literario nacional.

Contornos ( ) Mendoza. El innombrado detective

Las buenas, buenas de verdad, son las dos primeras. Tan buenas que hacen que su pluma se haga merecedora del premio Cervantes y de cualquier otro premio que se precie. Sean cuales sean, el avispado y falso Sugrañes los dignificará.