En las últimas fechas, hemos asistido a episodios en los que el comportamiento de un artista —o autor— generaba opinión sobre su obra. Si Woody Allen hubiera hecho lo que le atribuyen desde aquella aireada denuncia de Mia Farrow, dejaríamos de admirar todas sus películas. Si Céline hubiera sido un racista redomado, Viaje al fin de la noche pasaría sin pena ni gloria. Si Anne Perry, cuando era una adolescente llamada Juliet Hulme, hubiera colaborado en el asesinato de la madre de su amiga Pauline…
Pero lo cierto es que Céline odiaba hasta el frenesí lo judío y Anne Perry ayudó a matar a Honora Rieper. Escritores de éxito han sido, sin paliativo, escritores malos. ¿Los hace eso malos escritores? Esta reflexión la desarrollé tras la lectura, en 2004, de un artículo firmado por Fernando Iwasaki —De hidalgo, nada. Blanco y Negro Cultural— en el que ponía a caldo a dos peruanos: Alberto Guillén y Alberto Hidalgo. Fernando, a propósito de Hidalgo, llega a escribir: «No es fácil encontrar un caso parecido en toda la literatura universal, pues su talento y su obra pasaron a un segundo plano por culpa de su personalidad atrabiliaria y retorcida».
Un texto puede ser repugnante por su contenido y estar magníficamente escrito, claro que sí. Ocurre con escenas de violación, o de guerra, o de caza. Del mismo modo, puede ser grato al paladar y el oído, y venir firmado por un malvado despojo de la especie humana. Deberíamos saber distinguir la creación del autor. Sin embargo, el manejo de las asociaciones de ideas y recuerdos nos caracteriza. Formamos opinión. Da igual que se llame prejuicio o juicio, ¿quién puede luchar contra eso? ¡Cómo voy a apreciar la obra de Rimbaud, con lo guapo que es!, gritaría Verlaine.
El violín es un instrumento hermoso, encantador al tacto, a la vista y el oído. Jamás sostendría uno entre mis manos. Todo el mundo sabe que esa arma la cargó el diablo.
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