«Non bene olet qui semper bene olet». No huele bien el que siempre huele bien. Vamos, que tanta perfección induce a la sospecha. Y eso se pone de manifiesto al examinar la reseña de Nadie muere en Zanzíbar publicada en el blog Libros que hay que leer el pasado miércoles, día 23.
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Hablamos de un blog prestigioso, con más de dos mil doscientos seguidores, cuyas opiniones crean opinión. Y es por ello, precisamente, por lo que me gustaría abordar algunas de las cuestiones que se plantean en esta grata, con severos matices, reseña.
Para empezar, diré que la expresión latina de la entradilla va dirigida a la propia obra. Si todo fuesen elogios, el autor acabaría creyéndose quien no es, para terminar sumido en la sospecha de que algo está fallando en su vocación de escritor sin concesiones.
Para proseguir, tras el reconocimiento anterior, destacaré alguna frase favorecedora para la obra o su esforzada pluma:
- El autor, basándose en los diarios del protagonista y, sin duda, haciendo un gran trabajo de documentación, nos muestra de forma pormenorizada los hechos históricos más importantes por los que pasó el citado país africano en el siglo XX.
- El autor describe muy bien la forma de vida en Zanzíbar. La situación de los colonialistas ingleses, de los extranjeros afincados allí y, por supuesto, de los habitantes. De sus condiciones de vida muchas veces miserables; de cómo los blancos se aprovechaban de ellos. Y en este sentido, el protagonista se hace merecedor de nuestro cariño pues tiene una actitud totalmente diferente a la mayoría de los colonialistas ingleses.
- La forma de escribir del autor es magistral. Ya había leído en las reseñas que se publicaron de su anterior novela que escribía de forma excepcional y lo he podido comprobar por mí misma. Su lenguaje es cuidado hasta el extremo, pulcro y elegante, lo mismo que la forma en la que construye las frases y el modo en el que desarrolla la historia.
Para concluir, me centraré en el meollo de la reseña; la parte crítica que rebaja la euforia del egocéntrico escritor para acabar otorgando a la novela la calificación de tres (sobre cinco) bonitas flores de lucido color. Dos son los defectos que se desprenden del texto:
- En algunos momentos la lectura se hace un tanto densa.
- En ocasiones me ha parecido que el autor describe los hechos de forma un tanto fría y desapasionada y he echado de menos un poco más de emoción y de emotividad, mayor implicación personal.
No creo necesario subrayar que las frases vertidas tras esos intachables puntos gordos son transcripciones de la reseña, sin tocar una palabra. Como tampoco creo que, a estas alturas de mi trayectoria literaria, nadie piense que no he agradecido —incluso por escrito— la generosidad de la autora al dedicar su valioso tiempo a leer y expresar su opinión sobre la novela de un modesto profesional que no se tiene por tal.
Lo mejor, sin embargo, es que lleva razón. Y, de paso, me da la oportunidad de reflexionar sobre el porqué de tal aserto. En el recuadro de debajo, reproduzco el correo electrónico enviado en respuesta a uno suyo. Sólo faltan la salutación de entrada y un breve prolegómeno personal.
Tú has apuntado, con acierto, algo que es decisivo en esta obra. Partir de un personaje real para escribir una novela, para hacer eso que suele llamarse una biografía novelada, supone la toma de una primera decisión: qué postura adopta el narrador. Y, más allá, qué postura adopta el narrador cuando, a la vez, es personaje. Como autor, ésa era la cuestión capital, porque la historia de Juan Ángel Santacruz es tan sorprendente que el mayor reto era que la verdad fuese creíble. Es decir, verosímil. De lo contrario, la obra quedaría arruinada.
Ante este riesgo, mi decisión fue que el narrador se mantuviese próximo al protagonista, recogiese la totalidad de la aventura plasmada por Santacruz en sus diarios, pero que no cayese en el panegírico. La consecuencia era, y fui consciente, que la obra se distanciaría -por ejemplo- de las llamadas «landscape novels», más sentimentales, más emotivas. De ahí esa «frialdad» que recoges en tu reseña. No es una novela de sentimientos, sino de hechos que pueden provocarlos —o no, porque cada lector es un mundo en sí mismo—.
Como bien sabes por ser lectora experta, el equilibrio entre formas de hacer no suele ser tarea fácil. Yo he antepuesto la memoria de Juan Ángel Santacruz, por fidelidad a la causa de mi tía, a recursos literarios que funcionan como arquetipos más o menos asequibles para el lector. Justo lo contrario a lo que hice cuando abordé una romántica leyenda sevillana en La judía más hermosa. He de asumir, en consecuencia, que el resultado no sea del aplauso unánime de los lectores, que son los que tienen la última palabra. Nadie muere en Zanzíbar ha cosechado críticas excelentes, pero también he de asumir con modestia —y la gratitud que indico arriba— que el lector pueda percibir densidad y desapasionamiento.
Deberé analizar estas cuestiones para aprender a corregir, parcial o totalmente, los fallos cometidos. Máxime si pensamos que mi propósito en este proyecto iba más allá de la literatura. Mi compromiso familiar era darle la mayor difusión posible a la figura de Juan Ángel, que fuera recordado, para evitar «que muriera definitivamente». En ese sentido, la dificultad para los lectores o la ausencia de éstos a causa de las debilidades de la obra no representan tanto un fracaso para el Fernando autor como para el Fernando heredero del citado compromiso.
Perdona por hacerte partícipe de mi reflexión. El respeto que profeso a tu blog y a tu trabajo me ha impulsado a ello, aun a riesgo de cansarte. Es un honor figurar junto a tantos autores valiosos que has reseñado. Muchas gracias.
Quedo a tu disposición, ahora y siempre.
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De mis palabras puede inferirse que el deseo de exponer sin trampas emocionales la figura de Juan Ángel Santacruz de Colle, con la mayor veracidad y justicia, erosiona la percepción de esta lectora. Y, seguro estoy, de otros lectores. La fidelidad a la verdad debilita el sentido mismo del acto de novelar cuando de llegar a un público determinado se trata.
A la postre, como apunto arriba, el único fracaso que puedo y debo reconocer es el de no haber alcanzado, nuevamente, la aceptación mayoritaria. Por distintas razones, Yo también fui Jack el Destripador y Nadie muere en Zanzíbar no han logrado ese estatus. En el primero de los casos, con orgullo por mi parte. En el segundo, con regusto a objetivo no satisfecho. En esta oportunidad, difundir la figura de Juan Ángel estaba por encima de las vanidades elitistas de este amigo de Dostoievski.
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