Hace unos días, Julio Cortázar cumplió 101 años. Nació el 26 de agosto de 1914. Lo celebré volviendo sobre el libro que me sumergió en las aguas pantanosas del cuento. Las armas secretas.
Las armas secretas vino al mundo conmigo, en 1959. Julio rondaba los cuarenta y cinco años, que es la edad perfecta para escribir Las babas del diablo. Lo sé porque, con esa edad, escribí tres o cuatro veces Las babas y siempre quedé satisfecho de un trabajo que se iniciaba con «Nunca se sabrá cómo hay que contar esto, si en primera persona o en segunda, usando la tercera del plural o inventando continuamente formas que no servirán de nada».
Las babas del diablo inspiró en 1966 una película de Michelangelo Antonioni que se tituló Blow-up. Impactante para mí porque me abrió los ojos a un tipo de relación hombre-mujer que incluía el término seducción. Durante un tiempo, de cinco a quince años, envidié a ese personaje pagado de sí que interpreta David Hemmings. Y, además, había escenas memorables con Vanessa Redgrave y Jane Birkin. La cinta ganó la Palma de Oro en el festival de Cannes.
Si tuviera que señalar a algún autor por sus creaciones breves, subrayaría los nombres de Julio Cortázar y John Cheever, mano ejecutora del brillante relato El nadador. Cortázar lo tenía todo para ser el mejor. Sólo le faltó creérselo. O que le importara creérselo.
Cuando uno es tan joven, siempre trata de hallar algo que lo sitúe al lado del escritor consagrado, digno de admiración, formando parte del mismo conjunto aunque el atributo de éste sea la marca de cigarrillos que no fumas. Mi búsqueda de afinidades con el admirado Julio siempre fue un fracaso. No había nada que nos uniera en la vida real o en la papirofléxica. Me atrevería, entonces, a afirmar que él gobernaba la suya, una de verdad, y yo en cambio era doblado hasta el dolor para construir un homúnculo risible. Ni talla, ni aspecto ni humor nos asemejaban. Tampoco la forma de enfrentarnos al papel por emborronar.
Esta semana, sin embargo, he leído un artículo en no sé qué periódico digital que me ha llenado de orgullo. He tardado cuatro décadas en encontrar ese punto de intersección entre nuestras respectivas curvas. Pero existe, que es lo que cuenta.
A Julio los errores tipográficos lo ponían de los nervios. Se le agriaba la lengua y la pluma, le salía la mala baba. Las babas del diablo, ya se sabe. Como a mí.
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