Todos los escritores se creen únicos, pero luego, cuando se les suelta la sinhueso, confiesan:

“… Es un libro que significa tres años de trabajo. Al cabo de estos tres años tuve una sensación de triunfo. Y luego, un gran vacío, porque había perdido mi obsesión. Después de unos días, de una semana, uno se encuentra sin esa obsesión amiga, lo que estaba en ti te abandona, y de ahí una singular sensación de vacuidad. Tras el triunfo, el vacío e incluso ese convencimiento de que nunca podrás encontrar la idea para un nuevo libro. Cada vez que uno empieza un texto, vuelve a ser un aficionado en el sentido de que, por mucho que haya escrito, nunca ha escrito el siguiente libro. Uno no sabe cómo plantearlo, por dónde empezar, con qué va a enfrentarse. Con el agravante de que en el libro acabado todo estaba resuelto, y ahora el escritor tiene que arrastrar su pobre montón de migajas”.

¿Adivináis de quién son esas palabras? Nada menos que de Philip Roth, padre —o hijo, no sé bien— del excelso David Kepesh. Las leí en un suplemento dominical de El País y, rápido como siempre he sido de entendederas, comprendí que Philip Roth soy yo. Claro que, puesto a elegir, hubiese preferido ser John Updike, famoso por correr como un conejo.