Una vez, en agosto, me preguntaron: “¿De qué materia están hechos tus sueños literarios?”.
De recortes de revistas y periódicos, respondí yo. La sorpresa en el rostro de mi interlocutor me obligó a recular. Compuse uno de esos gestos cínicos, propios de un Clint Eastwood torrado por el sol de Almería. Enseguida interpretó que bromeaba. Pero lo cierto es que no bromeaba.
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Se tiende a pensar que las novelas están cuajadas de experiencias y manías del autor. Sólo en casos extremos —libros con asesinatos a raudales, magos que compiten con dragones o cosa similar— se presupone que la imaginación vuela por encima de los párrafos escritos. La tercera vía, basada en la realidad pura y dura, se admite sin recelo en asuntos relacionados con lo que hoy se denomina “denuncia social”. Y hay tanto que merece denuncia.
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Si un lector desapasionado tuviera que catalogarme, seguramente me vería encerrado en el segundo de los hipotéticos cubículos que menciono, padeciendo una claustrofobia de las que dejan secuelas. Acepto de buen grado que mis argumentos responden más a esa concepción, aunque confieso mi alergia a la pólvora y al aliento de los dragones. Soy tímido de carácter, y no me atrevo a detallar cómo salpica la sangre del herido en una reyerta. Tampoco acumulo vivencias épicas que ensalzar con la gloria del papel impreso; apenas si salgo de mi cuarto de tortura —perdón, quise decir “trabajo”. Sí, claro, con una claustrofobia de las que dejan secuelas—. Pero el gran sueño que es una obra literaria se compone de otros menores, de pocas líneas, que le dan textura y empaque. Es en ellos donde cobran relevancia las imágenes que descubro en libros y publicaciones. Una pintura, una ilustración o una fotografía pueden atesorar el germen de una escena. Más de un relato nació de un pincel bien agitado. También de un cóctel bien agitado, no lo voy a negar, pero eso es ya otra historia.
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