Soy uno de esos contados escritores que no afirman haber nacido, como una estrella de la canción, con el arte en las venas. Vamos, que soy menos escritor.
Por el contrario, confieso haber nacido… niño. Con fantasías de niño. Circunstancias de la vida me alejaron de ese instinto para capturar imágenes y palabras en un soplo de aire que poseen los niños. Más tarde, con esfuerzo y mucha práctica, rescaté algunas habilidades de crío. La facilidad para montar en bicicleta, por ejemplo. O la ignorancia de eso que llaman “mentira piadosa”. También la capacidad de fabular. Y, apurando una acepción en desuso del diccionario, la de confabular. El confabular entendido como “referir fábulas”. Soy, en consecuencia, un escritor de vocación tardía. Lo dicho, menos escritor.
Pero, como todo lo que acontece por deseo expreso del aguerrido postulante, hoy lo soy hasta los tuétanos. Aunque no ejerza.
Pues bien, en esa carrera contra el tiempo y la profesión de ingeniero en que terminó convirtiéndose mi vida —la auténtica, la de escritor—, La resonancia de un disparo ocupa un lugar de honor. Quizá no la obra como tal, pero sí su primera semilla. Cuando, en un afán de cuentista íntimo, rellenaba folios y más folios destinados a alimentar un cajón de mi mesa de noche, surgió una idea digna de ser transmitida. Una idea con planteamiento, nudo y desenlace; el germen de una novela, casi nada. Una novela para ser publicada y difundida. Sólo había que ponerse y teclear en mi vieja Hispano-Olivetti de fundición hasta plantar el punto gordo encima de la i de FIN.
Han pasado —calendario más, calendario menos— veinte años. He madurado, sin llegar a pudrirme. Cuando me miro al espejo veo un niño avejentado, con canas de leche, que tiene recursos técnicos y experiencia para subirse en el tiovivo de esta novela y bajar de él sin saberse derrotado por el vértigo. La experiencia y los recursos justos, no exageremos. Los que me faltaron entonces. De ahí su valor.
La resonancia de un disparo es la culminación de un camino, arduo, sinuoso. Un camino que desemboca en otro más largo, sin horizonte, junto al hito que marca el número 8. Ese 8 al que, simbólicamente, tantas religiones atribuyen el comienzo de algo nuevo, el despertar de la conciencia. El número de la justicia para Pitágoras, pues sólo se deja dividir en partes iguales. El infinito tumbado.
Yo, finito —que no delgado—, también me tumbo. En la encrucijada, junto a ese hito. La resonancia de un disparo es mi octava entrega a los lectores. Ahora sólo queda esperar a que pase ese niño que pretendo ser y me guíe lo que resta del camino.
La resonancia de un disparo verá la luz, finalmente, en abril. Ahí os dejo su fulgente cubierta.
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