Estamos acostumbrados a ver fotografías deslumbrantes de esos fenómenos meteorológicos bautizados con el nombre de tornados. Suelen tomarse en Estados Unidos, en el llamado «alley» —callejón— que se sitúa entre las montañas Rocosas y los montes Apalaches. Una amplia extensión llana, en la que las masas de aire frío provenientes de Canadá se encuentran con las cálidas del golfo de México. Texas, Oklahoma, Kansas, Nebraska, Kentucky, Iowa, Minnesota, Dakota del Sur y Dakota del Norte son los estados que se llevan la palma en cuanto a tornados de fuerza 3 y superiores.
La intensidad del tornado se mide por su devastación. La escala de Fujita tiene 13 grados, pero jamás se ha registrado uno superior a F6.
Hay dos aspectos especialmente llamativos en los tornados. El primero es estético. Un rabo de nube con forma de embudo que alcanza el suelo y se mueve a tan notable velocidad, de giro y de traslación. El segundo tiene que ver con su selectiva capacidad de destrucción. Un tornado es capaz de derribar todas las casas de número par de una calle, dejando intactas las correspondientes a los impares.
Lo que quizá no sea tan conocido es que, tal día como hoy del año 1886, Madrid sufrió la devastación de no uno sino dos tornados con unos pocos minutos de diferencia. Alrededor de las siete de la tarde, con un tormentazo de cuidado, surgieron los calificados en su momento como ciclones que, siguiendo una trayectoria de suroeste a noreste, arrasaron los Carabancheles y lo que pillaron de la ciudad de Madrid, incluidos el Jardín Botánico y el Retiro. Con vientos superiores a los 220 km/h, aquellos tornados llegaron a causar 47 muertes por derrumbe de edificaciones, vuelco de carruajes y caída de ramas y árboles. Galdós, en su Misericordia, llega a mencionar el suceso de aquel tremendo miércoles.
Mi fascinación por los tornados tiene que ver con su capacidad de giro. Desde El maravilloso mago de Oz de Frank Baum hasta los modernos agujeros de gusano de la física, mi imaginación ha considerado estos fenómenos como auténticos vehículos, capaces —en condiciones determinadas— de transportarnos en el espacio y en el tiempo. Hasta el punto de que llegué a escribir varios relatos —inéditos todos ellos—que abordan este asunto desde visiones distintas, unas más prosaicas que otras.
Pensar que esa impresionante energía que se pone en acción durante el desarrollo y la traslación de un tornado pudiera servir para algo más que destruir hogares y poner en riesgo seres vivos copa mi fantasía y alienta mi deseo de crear algo que supere al simple torbellino representado por el Demonio de Tasmania de los dibujos animados.
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