En España, uno de los tacos más recatados es H.P. Para alguien que maneje el castellano, esas dos letras representan las iniciales de «hijo de puta». O, expresado en castizo, «hijoputa». «Hideputa» para los que gustan de rememorar lindezas de nuestro pasado. De modo que, con dos simples letras de nuestro alfabeto, puedes ofender a cualquiera sin necesidad de extenderte en el mal gusto ni exponer tu boca a que te la laven con jabón. Hache pe.

Para los aficionados a la informática, la grafía, obviamente, trae a colación el nombre de una conocida marca de ordenadores y otros aparatos electrónicos.

Para nosotros, los que hicimos de la literatura nuestro modo de viajar, esa hache y esa pe son las llaves de una puerta hacia lo desconocido: H.P. Lovecraft. Howard Phillips Lovecraft. Un individuo cargado de rarezas, debilidades físicas y apatía social, cuya iconografía nos daba más miedo que la lectura de sus relatos y que despreciábamos por algunas de sus opiniones sobre el eminente ario y las razas restantes.

 

Howard Phillips Lovecraft nació en Providence, Estados Unidos de América, el 20 de agosto de 1890. Hoy cumple 125 años.

 

Hubo un tiempo en que viví la fascinación de sus epítetos. Quise escribir como él, sin conseguirlo. Después, con el paso del tiempo y los disgustos de la cotidianidad, me fui olvidando de sus sueños y mitos. Hasta que un muchachito devorador de libros me preguntó por él.

—Señor García, qué opina de H.P.
—Menudo hijo de puta —respondí con espontaneidad, empleando un taco, algo infrecuente en mí—, me complicó más de una noche cuando tenía tu edad. Se me erizaba el vello de la nuca y el gusano del pánico me recorría la columna vertebral, por dentro.
—¿Qué le daba tanto miedo?
—Él.

No hay más que ver cualquiera de sus retratos para sentirse incómodo. No imagino un escritor más distante de mí.

 

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Son muchos los trabajos que pueden localizarse en Internet que recogen su figura. Tampoco las obras artísticas mejoran mi percepción.

 

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Cuando escribí Epígono de William H. Pratt, mi relato más macabro (de próxima publicación), veía en él a mi protagonista.

Tanta lejanía y morbosa afinidad quedaron hechas trizas cuando, recientemente, leí que padecía una sensibilidad perniciosa a cualquier temperatura inferior a los 20°, sintiéndose enfermo. Tan distintos y, sin embargo, iguales.

 

El magnífico cuadro cuyo fragmento se ofrece en la cabecera de esta entrada es obra de J. Aguilera.