Es más frecuente de lo que todos suponemos encontrar ciudadanos que se escandalizan por una frase desafortunada en uno de los fáciles vehículos de comunicación que la tecnología ha hecho florecer a escasos centímetros de nuestros dedos. Los hay de gatillo tan suelto que disparan sus sentencias y sus exabruptos sin esperar a que las conexiones neuronales intervengan. Luego se lamentan y piden disculpas, si no son tan lerdos como parecían, o se empecinan en el error, cayendo en un bochorno irreparable. Los ofendidos, en un buen número de ocasiones, tienen razón. No siempre, porque, por desgracia, no son pocos los que buscan los tres pies de un gato que no era tal, por el insano ejercicio de lanzar vituperios más o menos ingeniosos.

Todos deberíamos medir nuestro vocabulario a la hora de expresarnos, pero, y aún con mayor motivo, deberíamos meditar qué pretendemos decir y por qué pretendemos decirlo. En eso consiste la simple y llana sensatez, tan denostada en favor del apasionamiento y el dogma.

Sin embargo, en el normal desarrollo de nuestra sociedad, existen actitudes que son mucho peores que las palabras inapropiadas. De hecho, el exceso de lo llamado “políticamente correcto” conduce a la hipocresía y al consumo innecesario de verborrea. La ley del mínimo esfuerzo de mi admirado Maupertuis cae en desuso y, siento subrayarlo, en perjuicio de la verdad. Escuchar a un político, un sindicalista o un vendedor de electrodomésticos repetir hasta la extenuación (la nuestra) españoles y españolas, trabajadores y trabajadoras, compradores y compradoras, todos y todas… cansa y provoca la sospecha de que algo espurio desean, ya sean votos gratuitos, filiaciones o euros (con IVA, obviamente).

Pero no quiero referirme a eso en esta reflexión, sino a acciones concretas que pasan desapercibidas o son vistas con condescendencia, pero que atentan contra el principio universal que debe regir una convivencia pacífica: “No hagas a los demás lo que no te gustaría que te hiciesen a ti”. Principio universal que no es tan universal, pues presenta claras excepciones. Por ejemplo, y muy especialmente, para los masoquistas.

Enumeraré varias que me irritan personalmente porque me afectan, más de lo que yo mismo sospecharía, en mi vida ordinaria:

  • El tipo que, pendiente de su móvil, se planta delante de la puerta del vagón de metro y entorpece la entrada y salida de los restante miembros de su misma especie.
  • La pareja (como conjunto de dos personas) que se reparte en dos colas del supermercado a la hora de pagar, aumentando sustancialmente su probabilidad de avance en detrimento de los pobres solitarios que ignoran cómo aproximarse a dos cajas al mismo tiempo.
  • Ese vecino amable que saluda a todos en la escalera y en el portal y que, cuando llegan las once de la noche del sábado, decide que su derecho a la diversión ruidosa está por encima de las ordenanzas municipales y del descanso de sus semejantes.
  • El que pone los pies en el asiento de enfrente en el tren de Cercanías porque su comodidad es más relevante que la limpieza de las instalaciones que todos compartimos, el dinero que cuesta mantenerlas y el trastorno que nos supone mancharnos la ropa de camino al trabajo.
  • El amante de los animales que saca al perro a pasear con manifiesta desgana, no deja que el pobre culmine sus tareas naturales olisqueando por doquier y, para colmo, mira a derecha e izquierda antes de decidir que, como no lo observa nadie, dejará el excremento de Sultán en medio de la acera.

Todos ellos responderán a tus legítimas demandas asegurando (a voz en grito en la mayor parte de las ocasiones) que eres un tiquismiquis, un amargado o, lo que es mejor, uno de esos que disimulan su frustración de perdedores haciéndoles la vida imposible a los demás. O sea, que eres como el que se atrinchera con la escopeta cargada, esperando que alguien meta la pata en Twitter para arrojarle su mala uva.

Te creías un inocente y civilizado corderito y resultas ser la puñetera oveja negra. Vivir para ver… y contarlo.