Me enteré tarde. Al día siguiente. Mi pena no fue el resbalón convencional de la conciencia, que asocia ideas macabras hasta caer en el clásico «no somos nadie». José Hierro era alguien. Y no lo digo porque se tratase de una personalidad, con honores ganados con su buen pulso de poeta, sino porque era vecino. Vivía en mi mismo barrio, solía escribir en una cafetería donde he desayunado chocolate y churros. Más de una vez me vi tentado de dejarme caer por allí, hablarle. Mi timidez y mi deseo de no interrumpir su brega literaria lo impidieron. Ya no podré hacerlo.

Ahí radica la hondura de mi tristeza. Descuento a diario actos que yo mismo vedé, perdiendo trenes que debieron trasladarme a situaciones únicas, enriquecedoras. Poco significaría para José Hierro conocerme, pero yo he dilapidado la ocasión irrepetible de departir con uno de los contados hombres de letras que respeto y admiro más allá de la palabra impresa.