Siempre fue así. No se trataba de El túnel, escrito por Ernesto Sabato. Ni siquiera, en el colmo de la simplificación, de El túnel, de Sabato. Era el túnel de Sábato, sin más. Sin cursiva, sin mayúscula en la inicial del título, pero con el acento en su sitio. Era el túnel de Sábato y tenía toda la lógica del mundo. Porque, cuando leíamos ese párrafo que daba sentido a nuestras vidas, nuestras pupilas brillaban en la oscuridad del año 1975, dilatadas por la emoción:
“En todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida”
Ernesto Sabato no era, en sentido estricto, un escritor. Era un hombre inteligente. Y a una persona inteligente no le arredran las actividades creativas. Como poner nombre a un elemento de la Tabla Periódica, tocar un instrumento, diseñar un agujero de gusano que conduzca a otra galaxia y otro tiempo, pintar un cuadro, inventar el clip o garrapatear una novela. Hay un halo de genio en su saber estar, en su saber expresarse, en esa forma de abordar lo subjetivo para adquirir una presencia universal.
Ernesto Sabato publicó El túnel en la editorial Sudamericana, en 1948. Mucho antes de que yo naciera. Gustó a Camus, cómo no, pero fue escrito para mí. Yo era Juan Pablo Castel incluso antes de encontrar la María Iribarne de mi desesperación.
Comentarios