Sucede un caluroso viernes de apertura de la Feria del Libro de Madrid, 31 de mayo de 2019. Una visita a la biblioteca pública Eugenio Trías, junto a la antigua Casa de Fieras del Retiro, siempre es un momento para recordar. Allí he quedado con Juan Carlos de Lara. Esta misma tarde.
He tenido el honor y el placer de presentar un libro de investigación, que nos abre de par en par el balcón elegido por las golondrinas de la rima LIII de Gustavo Adolfo Bécquer para colgar sus nidos. Un balcón del Madrid céntrico, en una calle que cualquier estudiante que se precie de serlo conoce o debería conocer.
Para no repetirme, os dejo unos cuantos párrafos que transcriben lo dicho hace sólo unas horas.
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Vaya por delante que no lo he hecho por amistad con este gran poeta y pertinaz investigador de la vida y obra de Bécquer. Hasta hoy no he tenido el placer de conocerlo en persona. Se da también la circunstancia de que he publicado hasta en cuatro ocasiones con Alfar, la editorial que avala este magnífico libro, pero tampoco está ahí el origen de mi atrevimiento.
Por descarte, si no me mueven ni la amistad ni el compromiso, lo natural sería pensar que hay una razón más romántica —permítaseme la expresión en el contexto en que nos desenvolvemos— para que me encuentre aquí. Eso… o la pura y simple inconsciencia. Algo de esto último hay, pero quiero pensar que lo anterior gana en peso a mi mala cabeza.
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Mi conocimiento de Bécquer se limita, en consecuencia, al análisis que forzosamente derivaba de la atención y manipulaciones del protagonista de mi novela Nadie muere en Zanzíbar. Aun así, guardé cariño, más por lo leído que por el propio autor. De ahí que, cuando tuve conocimiento de la obra que hoy nos ocupa gracias a un mensaje de Alfar, me pusiese en contacto con nuestro común editor, Luis Miguel Oliva, para pedirle un ejemplar del libro. Siempre atento, me lo facilitó de inmediato.
Y, con las mismas, me puse a leerlo. Lo leí con placer y lo terminé con entusiasmo. De manera que, cuando se me ofreció la posibilidad de ejercer de introductor de nuestro protagonista, no dudé en agradecer la invitación y decir que sí. Por lo tanto, mi tarea hoy sólo consiste en compartir con todos vosotros ese entusiasmo.
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Sólo me resta convenceros de que mi entusiasmo por este libro es sincero y desinteresado. Y me entregaré a este objetivo desde dos puntos de vista: el del escritor y el del lector.
Como escritor, he de decir que siempre he defendido que el autor honesto no es el que relata la verdad, su verdad al fin y al cabo. El autor honesto es el que relata lo creíble sin trucos de trilero. Y, para que la credibilidad sea completa, muchos de nosotros nos apoyamos en una premisa: escribimos aquello que vemos. O, mejor, el recuerdo de lo que hemos visto, en la realidad o en nuestra fantasía.
Cuando uno se afana en un texto, quiere percibir esa claridad mental que se traduce en imágenes. Pues bien, para un autor, una obra como El balcón de las golondrinas es oro, porque retrata a la perfección lo que pretende comunicar. Proporciona las imágenes que, como “fotografías o vídeos” de nuestra realidad cotidiana, transmiten autenticidad a la propuesta de Juan Carlos de Lara. Leyendo este libro podemos figurarnos detrás de una cámara que avanza por conocidos y céntricos parajes de Madrid para fijar su objetivo en los balcones de la segunda planta de un edificio de la antigua calle de la Justa, hoy de los Libreros. Ahí, precisamente ahí, se localiza el origen literario de famosísimas rimas de Bécquer. Y, por si esto fuera poco, el Anexo del final nos ofrece las citadas fotos en papel, que es como la carne y el hueso de la literatura. Mi gratitud —en consecuencia— como escritor, Juan Carlos.
Desde el punto de vista del lector, en cambio, pretendo daros una visión más personal. Dejaré a un lado lo que se ha dicho y escrito de una obra que ha acaparado la atención en las Ferias del Libro de Huelva y de Sevilla, entre otras, que ha sido largamente comentada en ABC y en Cuadernos del Sur, que ha constituido noticia para Telemadrid, y a la que han dedicado párrafos notables personalidades de la talla de José Luis García Martín —director de la revista de nueva literatura Clarín— y Antonio Burgos, siempre ocupado en poner puntos sobre íes imaginarias —autor de la novela El contrabandista de pájaros, no digo más—.
Como lector, quiero reseñar que esta obra de investigación, erudita y documentada, permite una lectura próxima a la novela de intriga. El narrador nos ofrece, en su planteamiento, las claves de lo que persigue y los inconvenientes a los que ha de enfrentarse para rebatir afirmaciones pontificadas en el pasado.
Nos adentra, sin solución de continuidad, en el nudo de la indagación, llevándonos de la mano como el buen detective y resolviendo, para nosotros, los obstáculos y enigmas del caso. No cabe en él el prejuicio, sólo la fuerza de lo que logra ser demostrado. En el camino, salvando falsas pistas como los MacGuffins de Hitchcock, habremos desechado las alambicadas mentiras que ponen a nuestros pies los secundarios de lujo —aunque no lo creáis, hay escritores como Julio Nombela, amigo personal de Bécquer, que, en su afán por llamar la atención y atribuirse protagonismo, llegan a falsear la realidad— y habremos arrumbado las aseveraciones consideradas académicas que deben ser desmentidas por obedecer al tópico en detrimento de la verdad —la piqueta que abrió hueco a la creación de la Gran Vía no se llevó por delante el hogar de la muy admirada Julia—.
Para, finalmente, abocarnos al único desenlace posible: el afectuoso dedo de nuestro detective, simultáneamente relator y autor de este hermoso libro, señala el domicilio de esa familia Espín cuyas veladas musicales y poéticas visita Gustavo Adolfo. Con él asistiremos a uno de los eventos que tenían lugar en la noche de los viernes, a comienzos de la década de los 60 de nuestro siglo XIX.
En suma, una obra que se sigue con placer y no deja indiferente. Una cosa doy por segura. Si Bécquer escribió al comienzo de su rima LIII “Volverán las oscuras golondrinas en tu balcón sus nidos a colgar”, todos nosotros tenemos la fortuna, leyendo este libro, de ver desde la acera de enfrente y, aún más, de pisar ese balcón. Un libro que, sin duda, será referencia obligada para autores e investigadores que se aproximen en el futuro a la vida y milagros de Bécquer.
Mi enhorabuena a Juan Carlos y vaya con ella, también, mi gratitud como lector.
Juan Carlos de Lara es un poeta con una bibliografía sólida, que incluye premios sonados y editoriales de prestigio, y un investigador riguroso, de gran predicamento. Alguien modesto, ameno, con quien merece la pena tomarse una cerveza.
Una excelente compañía para una tarde literaria de viernes.
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