Pocas veces se imagina uno lo que cuesta sacar adelante un libro. Y no hablo de la idea feliz que supone imaginar el germen de una obra y la no menos feliz de bregar con la pantalla del ordenador, la impresora y el papel durante meses.

Hablo de las diversas fases de la edición, una vez que el ciclista ha culminado con éxito el puerto de montaña de categoría especial que supone escribir una novela. Una novela o lo que encarte. Tampoco mencionaré, porque sería muy triste, el proceso que conlleva buscar una editorial que te publique. Eso son palabras mayores. La escalada al Tourmalet, Alpe D’Huez y Galibier, por seguir con la rima, juntos.

Si el ciclista (el autor que piensa que todo va a ir sobre ruedas) tiene la inmensa fortuna de completar un manuscrito y dar con el «ábrete, sésamo» que le despeje el laberinto editorial, quedarán por resolver unas cuantas, pequeñas, etapas pirenaicas.

  1. Lograr hacer valer el tamaño de la obra y su título frente a las «sugerencias» de los expertos.
  2. Convencer al responsable de la maquetación de la imperiosa necesidad de mantener intactas, sin particiones, determinadas palabras.
  3. Conseguir que la ortodoxia en la corrección de galeradas no se lleve por delante algunas de tus ocurrencias más preciadas, especialmente en lo que a entrecomillados, cursivas y mayúsculas se refiere.
  4. Acertar con unos párrafos de contraportada que sean representativos de la obra sin caer en el tópico comercial ni la pedantería.
  5. Y, por si todo lo anterior fuera poco, poner la guinda al pastel con una portada que case el buen gusto con los fundamentos del texto escrito.

En suma, cinco etapas equivalentes a la peor tercera semana del Tour de Francia para que el esforzado de las cuatro ruedas logre alcanzar los Elíseos y reciba el libro. Recomiendo, llegado el momento, cogerlo con firmeza entre las manos, acercar la nariz a su canto y menear las páginas. Es una sensación única, que todo ciclista debería disfrutar al menos una vez en la vida.

Hoy, conmocionado por una realidad que pasé por alto en ocasiones, quiero hablar de «5». Hay artículos en la prensa de papel y en los soportes digitales (buscar en Verne, de El País) sobre el tema: las portadas con idéntica ilustración. A las pruebas me remito.

Contornos (158) Portadas 2

El caminante sobre el mar de nubes, de Caspar Friedrich David, es un cuadro que vale para un roto romántico y un descosido ensayístico. Algunos pintores son tan socorridos. Edward Hopper, por ejemplo, o mi adorado Vilhelm Hammershøi.

Pero, de estos fenómenos miméticos que raro sería que se deban a la casualidad, hay uno que me intrigó cuando lo vi con mis propios ojos. El bueno de Philip Kerr murió hace unas fechas, con lo que algunas librerías han recuperado la serie de libros que escribió con el inefable Bernie Gunther de protagonista. Yo tenía Réquiem alemán con una portada conceptual, de fondo simbólico y frente impactante. RBA lo sacó de nuevo en 2015 con otra tan convencional que recordaba al Bogart de Casablanca o al Jerry Lacy de Sueños de seductor.  Toparme con el Falcó de Arturo Pérez-Reverte y quedarme pasmado fue todo uno.

Contornos (158) Portadas 1

Dicen que las editoriales emplean la reproducción de una portada conocida para señalar el libro como integrante de una tendencia comercial exitosa o para hacerlo asequible al lector a la hora de solicitarlo al librero. ¿Alguien podría explicarme qué demonios pretendía la editorial Alfaguara con la imagen de Falcó?

Ah, y no vale responder «trabajar poco».