No cabe duda de que, en estos tiempos de la segunda década del siglo XXI, los recursos para comunicarse se han multiplicado en cantidad y calidad. Hoy en día, amigos de bachillerato mantienen el contacto tras separarse para iniciar sus carreras universitarias o trabajos profesionales. Hay sencillas herramientas, vía teléfono o correo electrónico, para hacerlo con rapidez y comodidad. Pero, aunque cueste creerlo, no fue así siempre.
Hace un siglo que no sé nada de Astudillo, mi compañero y amigo en el colegio de los Salesianos de Triana (Sevilla). O de Muñoz, con quien compartí bachillerato y aficiones musicales en el instituto Cardenal Cisneros de Madrid. O, sin ir más lejos, de Vega, camarada en Caminos y lector empedernido de Boris Vian. El teléfono fijo nunca se nos dio demasiado bien y escribir cartas quedaba reservado para las novias y los compañeros que marchaban a destiempo a cumplir el servicio militar. Era otra época, desde luego.
La pregunta que me surge, tras meditar sobre los pros y los contras, va un poco más allá de la simple idea física de comunicación. ¿Qué utilidad tiene? La mayoría de los minutos que se consumen gracias a la electrónica moderna son estériles. Por insustanciales o porque es tal la lejanía afectiva o intelectual que se establece entre las personas con el paso del tiempo que los diálogos carecen por completo de interés.
Y ahí se halla el meollo de la cuestión. La nostalgia nos induce a pensar que todo tiempo pasado fue mejor. Especialmente, si la realidad te golpea. Hablas con alguien al que hace mucho que no ves, alguien que apreciaste de verdad y, en un momento, te percatas de que no hay ningún vínculo entre vosotros que pueda ser salvado. El nexo se marchitó hasta pudrirse, víctima de la distancia y de eso que solemos llamar maduración. Maduráis y vuestros caminos divergen hasta llegar al incómodo silencio. Sólo os quedará el último recurso: «¿Qué sabes de…?».
No siempre ocurre, pero, por desgracia, es muy frecuente. He tenido en la vida tantos desengaños de este género que temo enfrentarme a encuentros inesperados, casuales o forzados por un alma voluntariosa. Rara vez salgo bien parado de ellos. Entras con la imagen idealizada de alguien querido y sales manteniendo el tipo a duras penas y con la amargura del culpable. No debería ser tan crítico, tan susceptible, tan mordaz, tan… puñetero. No, no es tu carácter el que causa la desconexión. Son las personalidades de los dos, de todos, que evolucionan y se alejan por caminos divergentes.
Dicen que el roce hace el cariño y que, por el contrario, ningún noviazgo sobrevive a la distancia. Ya sabéis.
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