La exhibición de Pink Floyd que he visitado en Madrid, en el Espacio 5.1 de IFEMA, es más una atracción de feria que una exposición sobre la obra de este grupo, fundamental en la historia de la música del siglo XX.

Existe el clásico fetichismo que se entretiene en los objetos más nimios que han pasado por las manos de los miembros de Pink Floyd, desde luego, pero se regodea hasta el exceso en los artificios de grandes proporciones empleados en las giras de la banda.

 

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Una exposición, en suma, más orientada a la imagen que al sonido. Poco sobre los entresijos que dieron origen a una discografía eterna, nada que sorprenda en las facetas relativas a la música. Apenas queda en mi recuerdo el deseo que sentí de romper alguna que otra vitrina y tocar con mis manos temblorosas una de las Fender Stratocaster de Gilmour. Y, teniendo en cuenta el precio de la entrada —19,90 euros—, quizá semejante locura debiera considerarse un delito muy, muy menor.