Textos y pretextos
Este capítulo se genera para incorporar relatos inéditos, ideas de trabajo literario y textos auxiliares con aspiraciones de publicación.
Su estructura expositiva es la siguiente:
- Título de cada obra.
- Recuadro que facilita el acceso al texto pulsando el botón con el signo +.
- Breve comentario informativo sobre el argumento y origen de la obra en cuestión.
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La mala noticia
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Al despertar, en la nebulosa del sueño, tardó en darse cuenta de que el sol ya declinaba. Había dormido como un niño. Se levantó con el natural dolor en el costado, fajador como era. Bebió agua con una sonrisa, sin importarle el pinchazo en el diafragma. Acababa de derrotar, anoche mismo, a uno de los grandes, el Macho Galiana, y algo así no se festeja todos los días. Anduvo mareándolo con sus ganchos y sus fintas desde el tercer asalto. Lo remató en el noveno. Ahora se levantaba de la cama como si llevase veinte años durmiendo.
Regresó hasta la alcoba, a buscar las zapatillas. Tiró de la persiana. El ocaso, indiscreto, se agolpó en el espejo del ropero. De refilón, sin proponérselo, recibía la mala noticia.
Aún tuvo tiempo de cerciorarse de que aquel rostro prematuramente envejecido, aquella calva incipiente y aquellos nudillos rotos eran suyos, antes de saltar por la ventana y acabar estrellándose contra uno de los adoquines que bordean esta casa de salud.
Relato mínimo que aborda el despertar a un tiempo presente que no siempre satisface
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La campana de la aldea sumergida
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La oí. Era un mocoso que no levantaba un palmo del suelo. La oí, como la oyeron otros. De repente, sin resuello, Lot, que era grande y malencarado, gritó que está ahí, que ya está ahí la campana, que todos la estáis sintiendo como yo, como tú, rapaz —y me cogió del brazo tan fuerte que aún hoy conservo el estigma—. Está ahí abajo, con tantas ánimas dispuestas al combate, pertrechadas con los restos devorados por las aguas de los naufragios que provocamos para robarles su miseria.
Luna negra sobre el mar, el campanario apenas asomaba. Era el anuncio cierto de la condena. La cólera de Dios, tañendo venganza. Sólo la escuchan los muertos, dijeron.
Al caer el crepúsculo, contritos y adversos que acudimos al llamado hacemos legión de puerta en puerta, errantes hasta que la maldición se consume y no haya fuego en los hogares de las casas.
El mito de la campana tonante que emerge de las aguas malditas
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Te contaré un secreto
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Te contaré un secreto. Yo fui capitán de un barco mercante que sorteaba los islotes de las asignaturas con pericia. Un empollón, vamos. Durante tiempo y tiempo, mi catalejo no pasó de los límites tranquilos de esas rocas que conducían al grado de bachiller. Me iba de maravilla. Un lunes, borrascoso, de vientos contrarios y olas imprevistas, la profesora de Inglés demandó en clase una travesía para la que no me hallaba preparado: hacer una redacción.
Ordené izar las velas a los lustrosos marineros que ocupaban mi cráneo y lo intenté. Prometo que lo intenté. Mi inglés era de lo mejorcito del instituto. También tenía una buena ocurrencia. Y, sin embargo, no lo conseguí. Después de luchar contra la tormenta la tarde entera, con los marineros achicando agua de mi cerebro cansado, me percaté de que el problema no estaba en el idioma de David Beckham. Frente al espejo del cuarto de baño, sin necesidad de abrir la boca, comprobé que estaba más próximo, en mi propia lengua. No sabía expresar con soltura mis ideas.
Desde aquel día, me acerqué a los libros. Con reparo al principio, no lo niego. Conté con la ayuda de algún que otro lobo de mar, que me guió por los océanos de la literatura. Pronto alcancé experiencia e, intrépido, me convertí en capitán de un barco pirata que surcaba archipiélagos lejanos, plagados de galeones, abordajes, cocoteros y cofres escondidos, capaz de encontrar su isla del tesoro.
Te aseguro que, desde entonces, no conozco el verbo aburrir ni sus derivados. Ni siquiera cuando me toca escribir. Los libros poseen esa virtud. Juran que cada libro, como un mago, escamotea la realidad y esconde tu nombre entre sus páginas. Cuando los abres con ganas, sin reserva, cuando plantas tus ojos en sus letras de molde, ya está. Se agarran a tu mano como la espada de un mosquetero, como el bolígrafo de un periodista o la lupa de un detective.
Pero, con todo, hay algo aún mejor. Porque, si lo piensas, tras las derrotas y triunfos, tras los sobresaltos y alivios que contiene la lectura de un libro, el regusto que queda en el paladar no evoca su título sino un nombre único: el tuyo. Tú fuiste el ilusionista que transformó esos renglones en tu propia aventura, paloma de tu libertad, extraída de la chistera de tu fantasía.
© Fernando García Calderón / abril, 2006
A petición de un entusiasta lector de Vallecas, incluyo en esta sección el texto que remití como pequeña contribución personal al programa “VALLECAS CALLE DEL LIBRO”, especialmente dirigido a los chavales
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Un concurso de méritos
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El volcán de mi estómago daba señales inequívocas de revulsión. Fumarolas del magma que despierta. Era la primera vez que me presentaba a un concurso. Merecería la pena. A lo lejos, con la sordina de mis nervios desatados, oía los méritos de otros aspirantes.
—… y sin hijos. Estudié Farmacia. He inventado una droga para no odiar a los médicos.
Las trampas de la vanidad, acuciado por mis propios intestinos.
—Nací en una isla, fruto del exilio de un miembro de la tribu Faroni. He escrito un tratado sobre sus apareamientos y ritos…
Llegó el instante de la emoción verdadera. He callado tantos años que ahora las palabras se me agolpan en la glotis. Cambia, mundo.
—Aseguran que soy producto de la fecundación in vitro. Tengo tres hermanos calificados como genios en sus diversas especialidades. La naturaleza me hizo Adán, distinto, grande, económico en prédicas y gestos. He cabalgado a lomos de un unicornio.
© Fernando García Calderón / 1996
Publicado en Quince líneas, libro de Tusquets Editores, edición de Círculo Cultural Faroni
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Poética de supervivencia
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Durante años padecí un mal incurable: el mal de los observadores. Una amalgama de poca valía, a mitad de camino entre los sujetos que viajan con despreocupación, ligeros de equipaje y de culpas, y los que, por el contrario, transitan con la fatalidad a su siniestra, agonizando. La arena de mi reloj se escapaba, sembrando de dunas mi desierto.
La literatura, como el buen placebo, me alivió. Era posible eludir la tibieza ante las teclas de una máquina de escribir. Era posible arrojar el sentimiento más doloroso, urdir un plan infalible, reír una ironía cargada de malicia, ser demiurgo en el papel, morir tantas veces. Únicamente precisaba conocer las claves técnicas, visitar con asiduidad el saco de las palabras que llaman diccionario, modelar héroes y moverlos con un soplo del viento de la vida, sin hilos –para que no parecieran marionetas– ni pilas –para que no se les sulfataran las entrañas–. A ello me dedico con entusiasmo desde hace una década. No hay más reglas. No creo en escuelas, capillas o tendencias. No creo en conceptismos ni cultedades, en la prosa rácana ni en la desprendida. Sólo creo en las historias y su capacidad para dejar huella en el ánimo del lector. Ese brillante cometa que surca el universo plano de la página con su larga cola de gramáticas y estilos, ese cometa bautizado Literatura, tiene por fin generar corazones henchidos de orgullo o sobrecogidos por la sensación de pequeñez –mejor si ambas cardiopatías se funden y confunden– en el planeta de los lectores.
De este modo quise terminar con la espera pasiva del diletante, observador de sonrisa tallada en una plácida biografía, precipitándome en el magma de la letra impresa. Ahora examino y escribo, indago y escribo, pienso y escribo. Subsisto y escribo. Escribo.
© Fernando García Calderón / junio, 2000
Para los inasequibles al desaliento, poética publicada en El Cultural (El Mundo)
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Los silencios de Einstein
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El teatro es una verdad generalizada y, por tanto, más pura
—Thorton Wilder —
Un hombre aislado, en una alcoba en penumbra. Una luz exterior, amenazante, atraviesa la estancia de cuando en cuando. Objetos inanimados, descoloridos, rodean su círculo de abandono. Está sentado sobre los restos de una mecedora atacada por uno de tantos apocalipsis, quizá el último. Habla lenta y dificultosamente. Su soliloquio es la queja de un vencido. El grito ahogado de una cultura que naufraga, el testimonio de una humanidad sin horizonte. Es la verdad del individuo que se abre paso en la atmósfera viciada hasta erigirse en juicio universal. No hacen falta bambalinas, escena ni atrezo. Con la presencia de un hombre, Adán, Caín o Enoc, original o no en su pecado, basta. El hombre que siente, por sí solo, ya es teatro.
Un negro pájaro planea sobre mi memoria. Cuando era niño, en verano, alborotábamos la calle entre pídolas y disputas, capuletos y montescos de pantalón corto y espada de plástico. Mudábamos en piratas disparando los cañones de las bocas de riego. Un caudal de agua con brillos de infancia dichosa. La añoranza dibuja ribetes dorados alrededor de esas instantáneas que se incrustan en las neuronas afortunadas, formando el álbum de mi biografía. Juego con ellas, con vosotros, que alguna vez os acercasteis hasta mí para luego desaparecer. Construyo las escenas, fabrico los decorados. Hombre de teatro, hasta la consumación. En mi medio mutis, asomo mi rostro masacrado a esta noche sin alba. No hay luna. Nunca más la luna. Un cielo sin estrellas, que no es cielo, bajo un techo pintado que quema los ojos. Sentado en el suelo, intento descalzarme. Descanso, jadeo, vuelvo a empezar. Repito los mismos gestos, representación tras representación. No hay nada que hacer. Esta maldita degeneración de los impulsos, que me deja exhausto, que me obliga a la conmiseración de este pingajo que ya no soy yo. Sin voz, tras la afasia más dolorosa, sin huella. En esta región creció la vida, tanto tiempo. Ahora queda esa luz rojiza, indiscreta, el ruido monótono de dinamos vetustas que no frenan el desenlace. Del monstruo desencadenado escapa la llamarada que trueca belleza por podredumbre. El ángel de la muerte, ese gran actor, es repentino y no se alimenta de los aplausos del respetable. Tropiezas con él en cualquier crepúsculo de agosto, mientras paseas. Una mota de polvo se enreda en tu párpado, y un viento caliente va extendiéndose por la ciudad. A lo lejos, muy lejos, un resplandor esculpe figuras de humo. Alguien gritó que había llegado el día del juicio, que ocurrió, que los temores eran fundados. Sí que lo eran, sí. La televisión se llenó de niebla, anticipo de otras nieblas. La radio dijo que no había remedio. Insistió, hasta enmudecer. Y con ella enmudecieron todos esos seres embravecidos por la ira y el pánico. Cuando sobrevino la mutación, rompí los espejos. Siete años de mala suerte, como una ironía. La estética de la destrucción, reflejo del mal que nos aqueja. Ayer, en un alarde de nostalgia, nostalgia de ti, intenté masturbarme. Sentí el bombeo de las entrañas, el empuje de la savia, la terrible punzada que precede a la micción. Unas gotas de sangre cayeron de mi cuerpo. Hombre radiactivo, de perfil fosforescente, hombre de teatro, hombre. El mensaje estéril de una sombra tatuada en una pared de Hiroshima, como un presagio ignorado por tanto necio, una botella de vino cosecha del 59, el horizonte, que se acaba tan pronto. Este balancín para mecer el recuerdo. Cuando salgo del ensimismamiento, tras negar la evidencia tantas veces, pienso qué hago, qué puedo hacer. Si mis piernas ya no me sostienen, si mi cara es un amasijo informe, si mis brazos son sarmientos secos. ¿Arrastrarme en una huida sin destino, suicidarme, quizá? Dormir, dormir para siempre. La realidad, al fin, transporta ese llanto inútil que susurra que no hay nada, nada, que no queda nada. Un mundo que se termina, reducido a esta atmósfera irrespirable que soy yo mismo, con todos vosotros. Nací en una casa ocre, en una ciudad ocre, de gran tamaño. Quise ser cirujano, ingeniero, actor, director de escena. No estoy, no estamos aquí para esto. Vinimos a representar nuestros papeles escritos, aprendidos de memoria, no pretenderá el autor que cada noche uno de nosotros deje aquí la piel. De qué autor hablo. No puede haber autor de tamaña crueldad. Extravió, en su impericia, páginas enteras de la obra. El escenario se hundió entre miradas atentas provenientes de la platea. Allí te sorprendió, radiante. Debimos tener hijos, Lam. Tal vez no. No tuvimos hijos. Aún éramos jóvenes, ¿verdad? Empezaba a vislumbrar el éxito, gracias al drama de Té Williams, como lo llamabas porque era estimulante. Los ciclos de otoño, aquellos penosos convenios comunitarios, la crítica enardecida. Te pedí un contrato para todas las temporadas, por toda la eternidad. Asentiste, esbozando una sonrisa. Fuimos felices, a nuestro modo, con mis exigencias y tus simpáticas torpezas de adolescente que no quiso crecer. Y tuvo que ocurrir. Es verdad, en la declamación de mi texto más admirado, que parecía fatalmente un enorme hueso blanco de una bestia gigantesca que estuviese incendiándose en el cielo. Aquel resplandor. Habían devorado partes de su cuerpo, continúan devorándolas. Tanta lucha arrumbada en el camino, tanto estrago en mi alma. Lloré tu vacío junto al tálamo de mi desesperación. Ahora sé que dormías, mi Blancanieves. Dormías, negándote a despertar. Dormías como dormiremos los infortunados que sobrevivimos, personajes de un sueño tardío de Albert Einstein, acuciado por la aplicación de una teoría contradictoria, cargado de silencios ante la pesadilla que agita la noche, esta noche perpetua en la que tú, quimera de amor que se desvanece, duermes serena hasta dejar de respirar bajo el peso de mis labios. En silencio, silencio tú, silencios todos, silencios de Einstein.
A Pirandello y Tennessee Williams,
por tanta vida desatada.
Publicado en la revista Argaya, en un número monográfico sobre TEATRO (2003)
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18 agosto, 2015 a las 12:29 pm
De este tamaño caben muchos en este apartado, de hecho ya echo de menos unos cuantos más. Me quedo con, con tu permiso, con el secreto contado a los vallecanos, ya lo tengo en papel y me lo llevo, jejeje
Precioso, Lisboa húmeda.
3 mayo, 2015 a las 12:01 am
Buena idea, Fernando, publicar textos inéditos en esta pestaña. La mala noticia es sensacional.