Reservo la entrada de Navidad para un héroe de mi adolescencia, Preston Blair. Si bien es verdad que no supe su nombre ni su biografía hasta hace un par de semanas. No existía internet cuando acontece el relato dickensiano que voy a contar.

En mis tiempos (años 70 del siglo pasado) de lectura de un periódico de publicación semanal que recibió el atractivo nombre de Disco expres,  fui a topar un día con un artículo que debí pasar por alto y unos dibujos que me llamaron la atención. Eran unos muñequitos que representaban las fases de un movimiento concreto, explicando de forma gráfica el proceso de animación correspondiente. Aquellos muñecos cabezudos, sin rostro, con un hipotético mono por indumentaria, ganaron hueco en mis preferencias hasta quedar inmortalizados en la pared de mi dormitorio.

Meses después, paseando en una tarde destemplada de la fría Navidad, acabé en un mercadillo de la plaza de Santa Ana, en Madrid. Sobre una mesa me encontré una de las tiras de aquellos dibujos. Había cobrado vida, por así decirlo. Eran cinco figurillas de porcelana perfectamente alineadas, reproduciendo uno de los movimientos que pegué en mi cuarto. Pregunté el precio, claro, a sabiendas de que era prohibitivo para un bolsillo como el mío, más proclive a la pelusa de los espacios vacíos que al roce de la tela con el papel de los billetes. Miré con cara de pena al artesano que las vendía, di la vuelta y me alejé cabizbajo, pronunciando esta tendencia a la joroba que me acompaña desde entonces.

En todos los años transcurridos, jamás he olvidado aquella sensación de pérdida. El tiempo, por desgracia, me ha demostrado lo ridículo que puede ser un adolescente y lo que implica una derrota auténtica y una frustración justificada. Lo que no ha conseguido, por fortuna, es erosionar mi aprecio por esos trazos sencillos, ingeniosos, fáciles de reproducir.

Ayer, horas antes de nuestra austera celebración familiar de Nochebuena, encontré en una de las carpetas de mis viejos archivos la hoja que los contenía. Mi indagación dio rápido fruto en internet y supe que el autor de tal maravilla es (fue) Preston Blair, un artista de la factoría Disney y de la Metro-Goldwyn-Mayer, fallecido en 1995. Por sus manos pasaron personajes de la talla del ratón Mickey y los Picapiedra, creando con sus animaciones la veracidad que hace que los veamos más como personas de carne y hueso que como «cartones» sin alma.

La verdadera fama de Preston Blair, sin embargo, se debe a sus libros, que enseñan los fundamentos y peculiaridades de la animación de una manera atractiva y eficaz. Animation, con 35 excelentes páginas cargadas de información y arte, que costaba 2 dólares cuando salió a la venta en Estados Unidos, y Cartoon Animation son dos magníficos ejemplos. Para muestra, mis habituales botones.

Contornos (161) Preston Blair. Imagen 1

Es un lujo poder examinar las detalladas justificaciones de cada forma y trazo que efectúa con precisión Blair. Del mismo modo, se me queda la boca abierta cuando observo la economía de medios que aportan los «ciclos», como los llama él, aunando actitud y movimiento.

Contornos (161) Preston Blair. Imagen 2

Hoy sé, y me agrada enormemente, que esos muñecos que cobran vida sobre la retícula que recuerda a un pentagrama permanecerán conmigo, sea cual sea mi edad y mi tiempo. Esta modesta web dará fe de tal prodigio.