El robo de libros no es cosa del consumismo moderno. Así lo acreditan las cédulas papales de excomunión para aquellos que alterasen los inventarios de las bibliotecas que constituían bienes señalados de la Iglesia.
La diferencia, en la actualidad, es que el delito puede cometerse de diferentes maneras y estilos. Ahora no se habla, exclusivamente, del robo de un soporte físico, armónico en su forma y grafía, sino del robo de los derechos de un autor, de una editora, de una distribuidora, de un librero.
El más común de estos delitos tiene que ver con la distribución ilegal de archivos de lectura mediante soportes electrónicos. Tan fácil que cuesta pensar que se lesionan los intereses económicos de una industria en declive y la cesta de la compra del autor manoseado. Hoy en día hay páginas web sofisticadas, que ofrecen los productos de moda a las pocas semanas de salir a la venta. Son tan eficaces que un escritor que no figure ellas (yo, sin ir más lejos) no puede considerarse miembro de la elite literaria. Este tipo de hurto es poco romántico y, dados los recursos que la informática proporciona, puede convertirse en una operación masiva en la que no se distingue entre un sueco de novela negra y el negro que verdaderamente escribió la novela sueca de éxito. El manejo de internet y el ratón aleja de la taxonomía natural que define al verdadero amante de la lectura.
Antes, en la época estudiantil en que se ligaba en las bibliotecas públicas y no existían los ordenadores personales, podía recurrirse a la fotocopia. Era el equivalente al soporte «pdf», «epub» o «mobi». Se sacaba el libro de Osvaldo Soriano, de Juan Carlos Onetti, Alejo Carpentier o Carlos Fuentes, y se mostraba al mundo con orgullo. Luego se producía el característico fondo común entre camaradas y afines, culminado con la realización de fotocopias baratas que permitían la devolución del libro en el tiempo convenido.
Esto del cumplimiento de plazos no siempre ocurría. Circunstancias de la vida, el por hache o por be, un despiste… provocaban la demora. Nada importante, todo sea dicho. Porque, en cuestión de incumplimiento de plazos, hay hasta competiciones dignas del Guinness. Y con nombres ilustres. Si hemos de hacer caso al artículo de Alejandro Gamero en la web La piedra de Sísifo, nos encontramos con ejemplos que ruborizarían a un presidente de Gobierno.
- The Law of Nations, de Emmerich de Vattel, prestado por la Biblioteca de la Sociedad de Nueva York a George Washington cinco meses después de su primer mandato presidencial. Fue devuelto en 2010, tras acumular 221 años de retraso y una multa que frisaba los 300.000 dólares.
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Insectivorous Plants, de Charles Darwin, procedente de la biblioteca de la Escuela de Artes de Camden, en Sydney. Prestado en 1889, fue devuelto el 22 de julio de 2011.
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Le avventure di Pinocchio, de Carlo Collodi, sacado de la biblioteca de Rugby, en Warwick (Inglaterra). Recuperó su sitio en los estantes con 63 años de demora, aprovechando un período de amnistía. La multa hubiera ascendido a 4.000 libras.
Dejo para el final la versión aventurera del robo. La que requiere de astucia, capacidad de observación, pulso y agilidad en brazos y piernas. Me refiero al clásico escamoteo en librería o gran almacén, con su plan a lo Misión Imposible y su pico de adrenalina. Muchos han sido los autores que se han jactado de esa práctica. Rodrigo Fresán, según me contaron, lo justifica de esta hermosa manera: «Cuando escribimos o leemos —explica— estamos sentados o acostados, casi inmóviles. Cuando robamos libros, en cambio, el músculo de nuestro cerebro actúa en perfecta comunión con los músculos de nuestro cuerpo. Cuando se roban libros, uno piensa y actúa y, de algún modo, uno lee y escribe. Cuando se roban libros, uno es persona y personaje».
Ya me imagino al dueño de esa librería pequeña de su amado Buenos Aires, que echa cuentas a diario para mantener abierto su polvoriento negocio, contestándole: «Cuando coloco los libros en las estanterías o atiendo a un buscador de la letra impresa, estoy de pie, casi inmóvil, dejándome las canillas, dando mis piernas en usufructo a las varices. Cuando robo en casa de Fresán, en cambio, el músculo de mi cerebro actúa en perfecta comunión con los músculos de mi cuerpo. Cuando desvalijo la casa de Fresán, por pura venganza, pienso y actúo, y, de algún modo, imagino que leo mi modesto quebranto de la ley en uno de los libros escritos por él. Cuando robo a Fresán, soy persona desagraviada y personaje al que le importa un carajo su autor».
Y, a pesar de eso, a pesar de todo, queda una última justificación. De niño me enseñaron que robar por necesidad, para dar de comer a un hijo, no es robar. No puedo dejar de creer que leemos, como nos alimentamos, por una necesidad semejante. Y llevado al extremo, con los bolsillos vacíos, saldré en defensa del ladrón. Los pecados de la lectura siempre serán veniales.
27 septiembre, 2015 a las 11:34 pm
Me ha gustado la comparación entre los tiempos pasados y los modernos. Y, sobre todo, que no hayas caído en el consabido discurso de la industria y la protección. Me declaro lector venial.