Definitivamente, La judía más hermosa se consagró como una novela popular —al menos en alguna de las acepciones del adjetivo—.

Ahora sólo falta que se publique en edición de bolsillo para que lo sea por completo.

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Desde 1994, en que una decisión heroica me alejó de los honores empresariales, no he parado de escribir. Hasta el pasado 5 de junio.

Durante esos años de avidez, mis lecturas fueron contadas y “seudoprofesionales” por culpa del escaso tiempo disponible.

Ahora pienso que, siendo incompatibles —para mí— los oficios de escritor y lector, haría bien en decidirme por uno u otro. Me creo, vanidoso, un autor interesante y un devorador de páginas verdaderamente magnífico.

No me gustaría agonizar exclamando: “¡Qué gran lector se ha perdido la humanidad!”.

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Falleció el maestro Bergman. Con 15 años, vi El séptimo sello y supe que sería director de cine. O, más modesto, guionista. Escritor, en el peor de los casos.

A él le debo eso, un sinfín de sentimientos emanados de su buen hacer —de sus personajes femeninos—, y el deseo de morir en una isla retirada de nombre, mal garrapateado, Faro.

El silencio es mi silencio.

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Puesto a morir, a cualquier creador le agradaría que le aplicasen la anécdota que se cuenta del entierro de Lubitsch. Billy Wilder y William Wyler estaban presentes.

Wilder comentó: “Qué pena, se nos terminó Lubitsch”. A lo que Wyler contestaría: “Y lo que es peor, se nos terminaron las películas de Lubitsch”.

No se me ocurre mejor epitafio para un tipo de mi calaña.

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Los prisioneros de los campos de exterminio, a las puertas de la aniquilación, seguían demostrando que el impulso creativo es tan fuerte como el de supervivencia.

Al horror se opone la dignidad.

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Klaus Mann escribió: “Uno no se hunde mientras tenga una misión”.

La suya debió concluir cuando Hitler estiró la pata, dicen, porque terminó poniendo fin a su vida. Como tantos supervivientes de los campos de concentración.

Luis Fernando Moreno lo explica: “La libertad lo arrojaba otra vez a sí mismo, a su infierno particular”.

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El escritor y su misión. Contra viento y marea. Contra la enfermedad.

Dostoievski, Proust, Camus, Balzac; tipos con una pluma y una enfermedad. Calderón, García Calderón, también.

¿Síndrome de fatiga crónica? Una tontería si se compara con la Esclerosis Lateral Amiotrófica, enfermedad con mayúsculas.

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El escritor y… sumisión.

Sometido a esa voz interior que lo obliga, cada día, a ser el Sísifo de su historia, subiendo la piedra de la palabra hasta la cima del folio, para luego, exhausto, dejarla caer.

Iris Murdoch dijo: “El deber de un escritor es escribir lo mejor que pueda, y buscar el modo de hacerlo”.

Durante años compartí, sin saberlo, su opinión. Hoy me pregunto si el escritor tiene un único deber. ¿Acaso está liberado de las cargas y deudas del hombre, de cualquier hombre? Y, suponiendo que así fuera, ¿es eso un privilegio o una sumisión?

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En plena crisis —ponga aquí el lector el tipo de crisis que le venga en gana. Un síndrome de fatiga crónica, por ejemplo. O la pena por una pérdida familiar—, uno empieza diciéndose que no es fácil “hacer las cosas bien” y acaba convencido de que no es fácil “hacer las cosas”.

Días más tarde, en una caída digna de la mejor catarata, rumia para sus adentros que, simple y decisivamente, no es fácil “( )”.

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Creo que fue a Miguel García-Posada a quien le leí que la primera obligación de un escritor, o una de las primeras, es defraudar las expectativas de los lectores.

Valga el ejemplo —subrayaba— de Cervantes, escribiendo el Persiles, una novela bizantina poblada de sumisiones a las tradiciones literarias, después del clamoroso éxito del Quijote. Un giro conservador después de la audacia innovadora del libro supremo.

Imaginemos, por un momento, que yo hubiese publicado ya mi particular “Persiles”. ¿Qué novela debería ver la luz para provocar el suspiro de mis magnánimos lectores?

La resonancia de un disparo