En los últimos días se ha sabido del bárbaro asesinato de Jaled al Assad, antiguo responsable de los trabajos arqueológicos de Palmira.

Assad, que tenía ochenta y dos años y llevaba trece retirado, fue durante cuatro décadas el jefe de Antigüedades de Palmira, catalogada como patrimonio cultural de la humanidad por la Unesco. Lo secuestraron en julio. Se trata, según leo en una noticia de El País del pasado día 19, del decimocuarto funcionario de yacimientos arqueológicos que ha sido asesinado en Siria a manos del mal llamado Estado Islámico.

 

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No voy a cansaros con la historia de Palmira. Cualquiera puede leer sobre ella en Wikipedia. Sólo os diré que es lugar de encuentro de culturas y civilizaciones. Tampoco me extenderé en los motivos aducidos para matar a este hombre. Ninguno se sostiene porque no existen motivos para acabar con la vida de un ser humano. Ni siquiera hablaré de su heroico comportamiento, negándose a dar información sobre los tesoros conservados. Cualquier actitud contraria a la sinrazón e intransigencia de esas hordas merece la consideración de heroica.

Sólo citaré una frase que, como consecuencia del luctuoso suceso, pronunció Jaime Almansa, secretario del Colegio de Arqueólogos de Madrid (España): «Lo que más me asusta no es perder el patrimonio, forma parte de su historia y dejará una nueva marca para el futuro, me asusta perder la civilización».

Y, no lo olvidemos, como resumió H.G. Wells en esa afortunadísima sentencia que tantas veces me he visto obligado a repetir en los últimos meses, la civilización es una carrera entre la educación y la catástrofe. En Palmira, la carrera ha sido ganada por la catástrofe. Compensemos en el resto del mundo insistiendo todos en nuestra educación y la de nuestros semejantes. Será la mejor manera de honrar a los héroes.