Parafraseando a los malos jugadores de póquer, dos autores noveles se animaban mutuamente.
—Macho, escribir es la hostia —el rubicundo, más hablador, concluía su perorata con una afirmación cargada de literario sentido.
—Y que lo digas —asentía el azabachado, más tímido.
—¿Te imaginas publicar? —la calada, larga, profunda, al porro mal liado abrió la caja de Pandora.
—¿Publicar? Eso debe ser la rehostia —no hay tímido cuando de recibir un porro o firmar por una edi- torial se trata.
Publicar, en efecto, es como ganar al póquer. Lo dice uno que hace treinta años que no toca una baraja, pero que cumplió los cuarenta convertido en una promesa de la literatura patria. Paradojas de la existencia, he sido un tahúr prematuro y un autor tardío.
Yo escribo desde que tenía 16. Celebré mi cumpleaños en casa de mis abuelos maternos, en La Roda —de Andalucía—, garabateando un texto que regalé a la preciosa muchachita que deseaba por novia informal. Acerté. 11 de agosto de 1975, grabado a fuego en la historia del héroe. Durante años empleé la literatura como un instrumento al servicio de las relaciones de pareja. Siempre fui mejor con una cuartilla en la mano que con un cubalibre. Sin una habilidad especial en los pies, sin unos dedos de malabarista, concentré la actividad de mis falanges, falanginas y falangetas en el aprovechamiento del bolígrafo. A falta de labia, papel y labios, para leer y besar.
De modo que no tuve conciencia de autor. Hasta que, con una mujer a la que sentirme unido, rellenar folios dejó de ser un recurso para mudar en un fin. Escribir por el mero placer de hacerlo. Para contarme y contar a los demás; personas de mi propio sexo, incluso. Me transformé. Pasé de humano adulto a renacuajo de escritor de la noche a la mañana.
Mi buen amigo Pepe, un día madrileño de otoño: “Hombre, mejor esta metamorfosis que la del tío ese de Kafka, que amaneció escarabajo pelotero”.
La condición de aprendiz de escritor, en mi caso, se materializaba en un comportamiento extraño, del que pronto recelaron los amigos. El escritor infunde respeto y curiosidad, como el vampiro. Y, como el vampiro, hacía vida nocturna, pegado hasta las tantas a las teclas de la máquina. Y, como el vampiro, provocaba silencios y estampidas a mi paso. Dejaban de secretear, de exponerse a mi examen, para no acabar en uno de mis renglones. La literatura, en suma, me colgó el sambenito de insociable.
Confieso que no me importó. La tinta es una droga adictiva. Como la sangre para el vampiro, alimenta y engancha. Escribir una frase que resuma una idea, o un sentimiento, deja una sonrisa de satisfacción. Escribir un cuento, un relato breve, te proporciona una buena dosis de esas sustancias químicas que circulan por el cerebro simulando la alegría. Dan ganas de abrir la ventana y gritarlo al mundo. Eh, que estos siete folios cuajados de belleza son míos.
Andrés Ibáñez, en un ABCD de este mismo año: “… belleza hay o puede haber en todas las cosas. ¿No son bellas las batallas? ¿No es bello contemplar cómo luchan una mangosta y una cobra? ¿No era bello ver cómo caían las Torres Gemelas? O a lo mejor es que llamamos <bello> a todo aquello que nos fascina y nos sobrecoge”.
¿Y qué decir de la novela? La novela es el viaje. Lo piensas y repiensas, lo planificas, lo realizas y le pones el punto final. Nunca sale como habías previsto. Por muchos sinsabores que te haya causado, jamás te arrepientes de él. La novela es un matrimonio verdadero, católico, apostólico y romano, que termina con la vida eterna de uno de los cónyuges. La novela es el maná con que el autor pretende nutrirse y nutrir a cuantos lectores transitan por esta travesía del desierto que llamamos vida. La novela, como obvio corolario, es la expresión suprema de fe e inocencia.
Augusto Monterroso: “Un libro es una conversación. La conversación es un arte, un arte educado, y las conversaciones bien educadas evitan los monólogos muy largos, y por eso las novelas vienen a ser abusos del trato con los demás.”
La novela es la moneda con la que saldo mi deuda. Sólo hay dos materias en mi asignatura con la vida que me han animado a seguir estudiando, indagando, observando, sin desesperar, sin caer en la depresión absoluta: Lam —mi ángel y demonio en un mismo cuerpo, pequeño, bien proporcionado— y la novela. Como comparto, conceptualmente, la opinión de Monterroso, despojo la narración de la paja que suele ser lastre, simple vanagloria. Con frecuencia, el autor se escucha a sí mismo y no presta atención a lo que los personajes tienen que decir.
Si la novela me otorga la energía que la enfermedad y el carácter me escamotean, qué menos que dedicarle el tiempo y las ganas que se precisan para construir una obra digna. En la más reciente Feria del Libro madrileña, Eduardo Riestra y Óscar Esquivias me contaron de primera mano lo que sabía por los papeles: el hermoso maridaje de Rafael Azcona con su novela Los ilusos. La había publicado en 1958. Eduardo quiso reeditarla. Rafael puso como condición que antes se le permitiese revisar el texto. El 14 de marzo de 2008 concluyó su trabajo. Moriría diez días después.
Pozuelo Yvancos, en la crítica a este libro, habla del sentido ético, de la responsabilidad del escritor para con su obra y sus lectores.
“¿Cómo explicar esa entrega, esa lucha por mejorarla, de autor comprometido con su arte hasta el final? No hay racionalidad, ni justificación alguna (en criterios del común de las gentes), para este hecho que en el mundo literario se ha repetido tantas veces, y que noveló Herman Broch para Virgilio: el destino de la obra, más allá de toda consideración vital, más allá de uno mismo.”
¿Alguien puede extrañarse, entonces, de que yo haya tardado cuatro lustros en dar a la luz La resonancia de un disparo? Escribir es la leche. Publicar es la releche. Pero, como los grandes placeres, contiene una trampa; una trampa terrible para el escritor con conciencia: la posteridad y lo que ésta trae consigo. Lo que dejes en el papel impreso te hará inmortal. O casi. En algún remoto cuarto de una remota vivienda, durante un instante que escapa de tu propio tiempo, alguien leerá lo que escribiste. Y te juzgará. Tuya será la culpa de su aburrimiento, de su enojo por tu torpeza o la de tus personajes. Tuyo puede ser el mérito de su recreo, de su gozo, de su emoción.
¿No te abruma la responsabilidad? ¿No? Entonces eres un inconsciente o un escritor, que para el caso…
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