Clarice Lispector fue, es, única. Lo he oído tantas veces. Siempre he pensado que cualquier buen escritor es único. E intransferible. Como cualquier buen perro o cualquier buen canario.
Reconozco, sin embargo, que Clarice posee algo que desborda el texto y se impregna en la piel. En mi piel. Un aire que no se deja respirar, sin oxígeno, una serena tormenta interior, cargada de aparato eléctrico, una alegría que se acostumbró a la tristeza u otro oxímoron menos manido.
Durante años he indagado en su obra, a la búsqueda del secreto que desvelase tal cualidad. No lo hallé en su sintaxis, algo enfurruñada, ni en sus silencios tachonados de puntos. La semana pasada me topé con una fotografía que lo aclara todo. Fijaos en ella.
¿Veis esos ojos, esa mirada? Con un perro así, la palabra literatura y sus significados han de carecer de misterio.
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