He dudado, durante varios días, si incluir o no en la Página este texto. Hay tantas formas de dolor que cualquiera de ellas puede provocar, según las circunstancias, sobrecogimiento o mofa. Así es el ser humano, tan roqueño y quebradizo a la vez.

Expresar aquí mi dolor de hoy, de estos últimos días, no es más que un acto egoísta. Nunca cuidé de ningún animal y, en el caso que me ocupa, podría decirse que éste cuidó de mí. Hablo de una pequeña canaria blanca, Montse —también Lisa, pues era tan singular que tenía más de un nombre y más de dos apellidos—, que estuvo a mi lado en los momentos difíciles de la enfermedad, enferma ella de un mal que no supimos curarle ni con veterinarios ni con afecto.

Montse murió en mi mano la noche del miércoles. Hay imágenes, las mejores y las peores, las suyas de diminuto pájaro alegre y las mías de una lenta agonía cuajada de impotencia, que me asaltan de improviso. Intuyo que sólo podrán entenderme aquellas personas que hayan vivido algo similar. Pero, lo confieso, no escribo estas líneas para ellas. Ni siquiera las escribo para Montse, que nunca fue especialmente aficionada a las letras. Las escribo para atenuar mi dolor. Hay quien afirma que las fijaciones se superan contándolas. Egoísta como soy, no he encontrado otra terapia.

Rara vez aparece un animal en mis obras. Nunca pasaron de ser comparsas de humanos con sesudos problemas. Os juro que algún día, cuando menos lo esperéis, una canaria maravillosa iluminará unas páginas de una novela o de un cuento. Entonces sabréis que superé el dolor, pero no la nostalgia. Ésa se quedará para siempre, aleteando en el cajón desordenado que guarda las sensaciones que importan.