Si he de pensar en aves que se extinguieron por culpa de la irracionalidad del hombre, siempre acude a mi mente el dodo. El dodo se asocia, en mi pequeño bagaje cultural, a Lewis Carroll.
Lewis Carroll nació Charles Lutwidge Dodgson y, siendo tartamudo, eligió para sí este animal que, entonces, se consideraba bobo. Basta con pronunciar dubitativamente el apellido del bueno de Charles para asociarlo.
En las conocidísimas ilustraciones de John Tenniel, destaca por derecho la estampa de Alicia alargando la mano para entregar o recibir de la del dodo —que también luce humanas extremidades— el dedal que había llevado en el bolsillo. Aquí el dodo se muestra reflexivo y no falto de ingenio. La ciencia lo corrobora y viene a decirnos en estos días que el famoso Raphus cucullatus era un animal inteligente y agresivo.
Con más de 13 kilos de peso, incapaz de alzar el vuelo y endémico de la isla de Mauricio, carecía de depredadores naturales. Hasta que llegó el hombre y su marinería, que lo empleó como alimento en ruta. En 1681 ya habían desaparecido de la faz de la Tierra.
Investigadores modernos sostienen que el dodo no asumió con docilidad su extinción. Era extremadamente agresivo, sobre todo en la época de cría, y empleaba su largo pico ganchudo como defensa. Incluso hay registros de exploradores daneses alertando del arma de guerra que podía llegar a ser su boca.
El dodo es un ejemplo para la especie humana. Un ejemplo que debe avergonzarnos y, simultáneamente, hacernos recapacitar para que, por una vez, no seamos el burro que tropieza de nuevo en la misma piedra. Ballenas, elefantes, tigres y orangutanes lo agradecerán.
Comentarios