La dedicatoria es un acto privado, una expresión íntima de la relación que se establece (para los restos o la venta en el mercado de antiguos y de ocasión) entre el autor del libro y un lector concreto, único e intransferible.
Debe haber una dedicatoria, una sola, para cada lector y cada circunstancia. Una dedicatoria que perdurará, como un tatuaje, en la piel del libro. ¿Imagináis la responsabilidad que asume el escritor cada vez que acerca el bolígrafo a una de esas primeras páginas de la edición príncipe de su obra?
Llevo más de tres lustros manteniendo el combate interior y exterior que representa la dedicatoria. Tres propósitos constituyen la acción que, inevitablemente, profana el libro.
- Objetivo 1: evitar el fallo mental que supone repetirla. Tal error equivaldría a tratar a dos personas que no se conocen como si fuesen la misma. ¿Y si los avatares del tiempo y el espacio juntan ambos libros y ambos lectores? Se mirarán, perplejos, intentando averiguar en sus respectivos rostros las razones que impulsaron al autor a calcar esas palabras. O, lo que es aún peor, que se trate verdaderamente de la misma persona, que recibe la dedicatoria del infortunio en dos libros diferentes. En esta ocasión, no habrá mirada que valga. Directamente el escritor pasará a la lista de maulas rellenapáginas.
- Objetivo 2: lograr que el ingenio bendiga la dedicatoria con una frase que simbolice algo, que transmita, que genere afecto u otro sentimiento placentero. La idea feliz, justo cuando se la necesita. Una idea que requiere agilidad en la activación de las neuronas, sagacidad, facultades específicas, capacidad de síntesis… En suma, las dotes de un Cyrano de Bergerac cuando desenvaina la lengua y la espada.
- Objetivo 3: una caligrafía acorde con la relevancia del momento. Legible, con personalidad, sin faltas ni tachaduras. Algo difícil si tenemos en cuenta las condiciones de contorno que suelen incidir en el acto de la firma.
Ante tamaña carga, los pocos segundos que dura el proceso adquieren la envergadura de un examen oral o de una apuesta impulsada por la soberbia del infecundo que responde a la mínima provocación. No es tan inexplicable, visto lo visto (leído lo leído), que haya autores que no superen el trauma y acaben abandonando la escritura con tal de no firmar ejemplares de su obra. Es tanta la tensión, hay tanto en juego.
Acabaré esta reflexión con un ejemplo que sintetiza magistralmente tan titánica brega y cómo el literato auténtico se crece en la adversidad, sacando lo mejor de sus entretelas.
Camilo José Cela, prócer de nuestras letras; El Espinar, municipio de la provincia de Segovia; un día de noviembre del año 1990. El libro es Nuevo Viaje a la Alcarria, de Plaza y Janés Editores. Papel pobre, para más inri.
Cela toma el bolígrafo de marca, piensa que la tinta no puede haberse secado en un artilugio tan elegante y tan caro. Acerca la mano al libro, lo abre por la página prevista y, sin entretenerse en cavilar hacia qué lado se lanzará el portero, ejecuta la suerte suprema:
A Pilar
muy cordialmente
23 junio, 2015 a las 2:46 am
Muy bueno, Fernando, qué sutil!