La RAE asegura que auricular es: «En los aparatos telefónicos y, en general, en todos los empleados para percibir sonidos, parte de ellos o pieza aislada que se aplica a los oídos». Pero yo, dado a toquetear las definiciones, estoy convencido de que este artilugio, manejado en plural, es mucho más.
Cuando era niño, en la España de tonos grises, veía a los padres de familia con sus bigotitos y su transistor. Algunos llevaban un auricular en la oreja más próxima a la esposa, alejándose de cualquier perturbación femenina. El hijo reglamentario —en aquella época— solía preguntar de cuando en cuando cómo iba el Betis. Como siempre, solía ser la respuesta. El Betis era como la nación, uno —único—, grande —en nuestros corazones— y libre. Libre de toda responsabilidad de ganar un torneo porque lo amábamos «manque» perdiese.
Después llegaron los aparatos de música portátiles y los auriculares estéreo. Ahí comienza todo para mí. Un día descubrí que aquel vibrante invento aislaba casi por completo. Podía estudiar sin escuchar el roce de las zapatillas con el parqué o los gritos vecinos. Podía dormitar oyendo música. Podía viajar en el tren sin aprenderme la vida de los viajeros del mismo departamento. Aquella joya me abría un mundo de posibilidades: mi mundo.
Nunca fui muy sociable, pero con el paso de los años comprobé que aquel recurso tenía una debilidad. Impedía la observación. Algo decisivo para quien pretende plasmar en el papel la vida, real o imaginaria, de personas de carne y hueso. Me alejé de los auriculares. Me volví comunicativo, amable. Incluso llegué a apreciar el placer de la conversación, de las conversaciones.
Mi enfermedad —el síndrome de fatiga crónica del que he hablado en ocasiones— me ha traído en los últimos tiempos, sin embargo, una perturbación inesperada. He adquirido un superpoder y estoy en negociaciones con la firma Marvel para ver cómo lo gestionamos: hipersensibilidad acústica. Lo oigo todo. Me río del prestigioso oído del tísico. Me río de los sonotones de andar por casa que anuncian en la televisión a las tantas de la madrugada. Y, desesperado, lloro al comprobar que Madrid es una ciudad muy ruidosa, que los madrileños son hijos, hermanos y padres de la estridencia.
Conclusión: he vuelto a los auriculares. ¿Y qué hay de la literatura?, os preguntaréis. Me dedicaré a la novela histórica, qué remedio.
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