De tarde en tarde, muy de tarde en tarde, la pantalla de cine logra arrebatar al espectador. Yo apenas tenía dieciséis años cuando Francia vio la película que, estéticamente, más impresión me ha causado. Lo importante es amar, se titula. Hoy ha muerto su director.
Andrzej Zulawski
Lo importante es amar es un ejemplo de traslado del papel al celuloide. Una novela corriente, La nuit américaine, firmada por Christopher Frank, alcanza la sublimación tras pasar por la retorcida mente y la diáfana pluma del creador polaco.
Los diez primeros minutos de esa obra maestra de título elocuente tienen cuanto se puede desear en una película: ritmo, impacto, tensión, deseo, sorpresa, exceso…, música, fotografía, escenografía, guión…, una voz prodigiosa (la de Romy Schneider) y un rostro que simboliza la verdadera belleza (el de Romy Schneider).
Más de una vez se ha hablado de la exageración de las puestas en escena de Zulawski, de su uso abusivo del teatro en el cine, de su estética feísta, de su muestrario de violencias. Incluso de su manejo de las actrices, sacándolas de sus hábitos para extraer lo mejor y lo peor de ellas. Y no se mencionan actrices del montón, precisamente, al incluir en la nómina a Isabelle Adjani, Valérie Kaprisky, Sophie Marceau y… sí, Romy Schneider.
Dejando a un lado sus virtudes técnicas, Lo importante es amar es una cinta en estado de gracia, inmortal, que contradice las leyes de la tensión dramática. Hay que dosificar los puntos álgidos de la obra, dicen, y vale para un libro, una ópera y una película. Zulawski niega la mayor y nos mantiene en vilo durante 105 minutos.
El trabajo de Jacques Dutronc y de Romy Schneider supera los conceptos clásicos de la interpretación, Klaus Kinski es más Kinski que nunca, y hasta Fabio Testi se gana un sitio en el cementerio de actores gracias a su docilidad. Todo al servicio de un director que había dejado su Polonia natal para rodar en Francia y que sabía que se jugaba su carrera en ese metraje.
Pero detengámonos en Romy, la emperatriz de un cine de adolescentes que evoluciona hasta dominar esos registros que superan el concepto de bondad interpretativa para llegar al corazón del que la observa, atónito en este caso. En 1974 tiene treinta seis años y su rostro muestra los estragos de una vida azarosa. Es el rostro perfecto para esta Nadine Chevalier que nos conmueve desde los títulos hasta el último fotograma.
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¿Hace falta más? Repasemos. Romy no necesita de una larga melena ni de un cuerpo de Playboy o de pasarela para ganarse al espectador. Bastan sus ojeras, su sonrisa decadente, la melancolía de la mujer dispuesta al suicidio sentimental. Estaba en estado de gracia. En lo más profundo de su alma, era infeliz. La infelicidad de los lúcidos, de los que desandan el camino, de los que saben que todo tiempo pasado fue mejor.
Puedo tirarme horas viéndola una y otra vez, asistiendo en sus ojos a mi propia caída a los viejos infiernos. No cabe más tristeza que la de Romy, que la mía con Romy. Y, cuando la catarsis llega a su fin, sólo cuatro palabras coherentes pueden salir de mi boca.
Lo importante es amar… la.
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